México, hacia 1920. Para esa fecha podría
considerarse que ha finalizado la revolución mexicana, al menos en lo que a su
fase más virulenta se refiere. Un complejo proceso que puso de relieve las
profundas diferencias sociales y económicas existentes en el país, la disparidad
de planteamientos ideológicos (acordes con aquéllos) y la facilidad con la que
todo ello conducía a enfrentamientos armados de diverso tipo. A finales
de ese año pasó a formar gobierno (1920/24) el presidente Álvaro de Obregón,
quien poco después crea la Secretaría de Estado de Educación Pública, confiando
el nuevo ministerio al liberal José Vasconcelos, de sobra conocido en el
país por sus ideas reformistas e innovadoras.
Desde su nuevo
cargo, Vasconcelos aborda un amplísimo programa de reformas, que incluye
medidas muy variadas: creación de nuevas escuelas y formación de maestros,
impulso de las artes y los oficios, difusión popular de obras literarias,
etc. Además, contempló también la promoción de las artes
plásticas, mediante el encargo a jóvenes artistas de la realización de
murales en diversos edificios públicos, de forma que aquéllos pudiesen ser
conocidos, libremente, por todo tipo de ciudadanos. De esta manera, durante
casi tres décadas, aunque a diverso ritmo, estuvieron realizándose murales por
todo el país (aunque de forma preferente en la capital), hecho que manifiesta
la importancia que los distintos gobiernos concedían a este tipo de
manifestación artística.
Fue así como surgió
el denominado muralismo mexicano, con el que identificamos un amplísimo
conjunto de obras, dispersas en diversos edificios localizados en distintas
ciudades del país y realizadas por un elevado número de autores que, si bien no
parten de presupuestos plásticos comunes, coinciden en una serie de cuestiones.
Por un lado, la mayor parte de los murales está relacionada con la intención de
difundir la identidad nacional (aún en construcción) y los propios logros
de la revolución mexicana. Por otro, las obras, en sí mismas, manifiestan (como
no podía ser de otra manera) su vinculación con las distintas corrientes
artísticas de la época y, más en concreto, con las vanguardias pictóricas que
por esos años vienen ocupando el protagonismo artístico en Europa. Finalmente,
los artistas (frente a los antiguos usos de los pintores al fresco) optan por
nuevos materiales: la pintura acrílica, la de automóviles e incluso el
cemento coloreado y aplicado a pistola.
David Alfaro Siqueiros:
"De la dictadura de Porfirio Díaz a la revolución" (detalle). (1957-65). México D.F.
Entre ese
numeroso grupo de artistas fueron tres jóvenes pintores (todos
ellos pertenecientes a corrientes políticas de izquierda) quienes destacaron
especialmente. Por un lado, Diego Rivera (1887-1957) se caracteriza
por realizar murales de colores muy vivos, tratados de una forma cercana a los
planteamientos geométricos de Cezanne, completamente llenos de personajes,
frecuentemente indígenas. En segundo lugar, David Alfaro
Siqueiros (1896-1974) concibe en cierta medida el arte como medio para la
propaganda ideológica, idea fruto de su militancia en el Partido Comunista
del país. Sus obras, en las que manifiesta su interés por el movimiento y por
captar las emociones de los protagonistas, se caracterizan por exaltar a las
clases populares, mientras retrata de forma grotesca a los representantes de
los grupos sociales dominantes. Por último, José Clemente Orozco (1883-1949)
manifiesta dentro del grupo una tendencia más marcada hacia los
planteamientos expresionistas, aunque se muestra también interesado por el
geometrismo que caracteriza la obra de Rivera. Su tema preferente lo
constituyen los diversos acontecimientos principales de la revolución
mexicana.
Aunque realizaron también otros tipos de
manifestaciones artísticas (pintura al óleo, escultura, etc.) las obras sobre
pared de estos pintores muralistas, junto a otros muchos que participaron
en el proyecto, manifiestan su coincidencia con los planteamientos de los
sucesivos gobiernos respecto a la importancia de la pintura como medio de educación
popular, hecho que queda constatado en la frase de Siqueiros de que había que
hacer de la pintura "un bien colectivo, útil para la cultura de las masas
populares". Pero además, algunos de estos pintores acabaron convencidos de
la idoneidad del mural como mejor forma de expresión pictórica. Así, Orozco
afirmaba que "la forma más pura de la pintura es la mural. Es también la
más desinteresada, ya que no puede ser escondida para el beneficio de algunos
privilegiados. Es para el pueblo, es para todos". Al menos, en algún
sentido, tenía razón.
Diego Rivera: "Mercado de Tlatelolco" (1942). México D.F.
EJERCICIO PLÁSTICO
Un mural en Argentina
Fue
pintado en 1933, en el sótano de
la quinta Los Granados, en Don
Torcuato, propiedad del empresario periodístico Natalio Botana. Se realizó en
colaboración con los artistas Lino
Enea Spilimbergo, Antonio Berni y Juan
Carlos Castagnino, y el escenógrafo uruguayo Enrique
Lázaro, grupo que se denominó "Equipo Poligráfico Ejecutor".
En 1990 comenzó el proceso de recuperación,
cuando una empresa compró la quinta con la idea de llevar la obra en muestra
itinerante por el mundo. Esta empresa realizó la extracción del mural,
asesorados por el experto mexicano Manuel
Serrano. Durante 16 años permaneció guardado en contenedores, mientras se
resolvía una disputa legal entre empresas.
En el año 2003,
el mural fue declarado Bien de Interés Histórico Artístico Nacional, a través
del decreto 1045/2003. En el 2008 fue
trasladado a un taller de restauración ubicado en Plaza Colón. En el año 2009,
el Congreso Nacional declaró el mural "de utilidad pública y sujeto a
expropiación".
El mural hoy
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